Jorge era un abogado brillante. A los treinta años había alcanzado un prestigio indiscutido. Respetado por sus colegas, requerido por sus clientes, obsesivo por el trabajo bien hecho, honesto, sin tachas.
No tenía descanso. Sacrificaba domingos y feriados con el único objetivo de encontrar una solución legal justa al ocasional problema planteado. Amaba el derecho y lo ejercía con rigor.
Su compañera, María, lo apoyaba en forma incondicional, sin quejas ni reproches.
Una tarde, conduciendo su automóvil para asistir a una cita con un cliente, notó que los números de la patente del auto que lo precedía se borroneaban, perdían claridad. Pasó la mano por sus ojos, sintió cansancio. Inmediatamente fue la oscuridad total, absoluta.
Se desesperó, dirigió el vehículo hacia la derecha. Lo detuvo cuando chocó el cordón de la vereda. Un policía se acercó al auto y abrió la puerta para preguntarle -¿Le pasa algo señor?
-Me quedé ciego.
El agente lo ayudó a bajar y lo llevó a un instituto especializado, ubicado a poca distancia. Lo atendieron en forma inmediata. Los estudios demostraron que los ojos de Jorge estaban perforados. Múltiples y pequeños orificios permitían el paso indiscriminado de la luz y generaban ceguera.
María fue a buscarlo. Juntos volvieron a la espléndida casa que habitaban frente al mar. Al día siguiente entrevista con el médico, reposo y un sedante liviano hasta que se decidiera la solución definitiva.
La bella María fue su tierna y dulce enfermera. Su cariño incondicional y manifiesto relajó a Jorge, lo calmó. En la primera noche de amor, Jorge notó que las caricias de María eran agradablemente tibias. Las manos de ella se deslizaban amorosamente sobre su cuerpo que ya casi no sabía de tensiones. Se preguntó porque no se había dado cuenta antes. El contacto con la piel de María le hizo saber de una suavidad que hasta ese momento no había registrado.
Descubrió que el cuerpo de María era una maravilla de la natura. Al recorrerlo con las manos disfrutaba de esas formas perfectas que ahora se manifestaban en plenitud. Los labios de María eran la gloria en el beso, suaves mariposas, dulces como la miel. ¿Por qué no había notado esto antes?
Cada noche de amor era un milagro. Millones de instantes sublimes.
Animado, Jorge decidió salir de la casa. Con la ayuda de un viejo bastón que siempre estaba detrás de la puerta de entrada, herencia de su extinto abuelo, se lanzó a la aventura.
Bella mañana de primavera. En el aire el aroma de todas las flores, formidable perfume. Se topó con el banco del jardín. Ya sentado, una sonrisa se le dibujó en los labios al posarse sobre su mano una mariposa sin intención de alejarse. Como acompañándolo. El trino de los pájaros era una fiesta para los oídos y música para el alma. La tibieza del sol sobre la piel lo llenaba de paz. Sintió que la vida era espléndida.
Decidió caminar hacia el frente de la casa. El sonido del mar lo estremeció. Intenso, bravío, poderoso, mágico ritmo de las olas al romper. Saludos de las gaviotas al pasar, la fresca brisa, el sabor a sal. Magnífico, una maravilla.
Se dio vuelta y emprendió la vuelta rumbo a la casa. María salió a su encuentro. Un beso de miel fue la frutilla del postre. Por la tarde, visitas de amigos. El gusto de voces que desbordaban de auténtico afecto, absoluto, total, sin condiciones. Sus expresiones francas, alegres por la recuperación, generosas en el apoyo.
Esos encuentros le daban seguridad, confianza. Las palabras de los compinches de toda la vida eran ciertas, fraternales. Podía creer en ellas.
Tomado del brazo de María, cada mañana caminaba por la orilla de la extensa playa. Le daba gusto la frescura de la espuma que humedecía sus pies descalzos, el rumor de las olas al perderse en la arena.
El máximo goce de Jorge en este paso por la oscuridad era escuchar la voz de María, caricia al decir, melodía en la expresión. Secuela de la ternura, un pedacito de brisa. Tantos años viviendo a su lado y jamás había reparado en ese bello murmullo de arroyo. Le reclamaba a María que le dijera, que le contara, que le leyera. Gran regocijo, alma y corazón agradecidos.
El excelente estado de ánimo de Jorge llevó al médico a modificar el tratamiento previsto. Ya no habría operación con láser. Todo aconsejaba prolongar el descanso, apostar a que las heridas de los ojos sanarían con el amor de María y la serenidad de espíritu que había conseguido su paciente.
Jorge y María se amaban como nunca antes. La vida transcurría apaciblemente. Cada día algo nuevo.
Por las tardes el bosque los aguardaba. Intenso perfume a eucaliptus, el ruido de las hojas bajo la presión de los pasos, el silencio, la apetecida caricia de María.
Un día decidieron ir a las termas. El calor del agua, su cuerpo conmovido por la fuerza del elemento. Gran experiencia. En un momento, Jorge giró la cabeza y aparecieron manchas celestes y marrones.
Clamó por María y en unos minutos estaban en el consultorio médico. El profesional lo examinó para después afirmar sonriendo que las heridas estaban cicatrizando. Que en poco tiempo volvería a ver.
El descanso y el amor habían dado resultado, en dos semanas estaría en condiciones de volver a trabajar. En diez días Jorge había recuperado la vista. Silencio y reflexión. ¿Qué hacer? ¿Cómo seguir? Llegado el día del alta, el médico le dice a Jorge que estaba curado y agrega ¡De vuelta al yugo!
Jorge lo mira y sonriendo dice. Curado sí, pero al yugo ¡Nunca más! ¡La abogacía fue! No más problemas, inquietudes, ansiedad, estrés. Soy un buen escritor. Ya me gané la vida con mis artículos en el pasado y lo seguiré haciendo ahora. Desde casa. No renunciaré a la vida que he ganado, recuperaré el tiempo perdido.
Volvió a la casa al anochecer. María lo estaba esperando con una espléndida cena y un buen vino. Feliz aplaudió la decisión de Jorge. Esa noche y cada noche se amaron intensamente, en la cómplice oscuridad en que se habían conocido