Como todos los días Vicente se levantó apenas sonó el despertador.
La afeitada de rigor y allí comenzaba a tomar contacto cierto con la realidad.
Un par de mates, una caricia a su perro Boby y a enfrentar la suave realidad de ese pueblo pequeño de gente agradable, sin sorpresas.
Abrió la puerta de su casa y el sosiego acostumbrado se había convertido en un loquero de automóviles, transportes colectivos, calle empedrada, semáforos, gente que se tropezaba, un ruido infernal.
Cerró la puerta sin poder creerlo.
Que sucedía allá afuera. Donde estaba su vereda de césped, el baldío, los árboles, las casas blancas y amables.
Hizo un nuevo intento. Nuevamente el bullicio, el ruido infernal, la multitud. Decidió averiguar que pasaba.
Se paró en medio del paso del gentío tratando de satisfacer su inquietud.
Inútil. Nadie le contestaba y además corría el riesgo de ser arrollado por hombres y mujeres que caminaban ligero, distraídos, sin ver.
Se apoyó a la pared y lentamente llegó a la esquina.
A unos metros divisó un hombre uniformado. Intentó llegar a el. No pudo, medio metro antes fue capturado por otros dos sujetos uniformados que lo esposaron y lo introdujeron en un automóvil.
Sirenas, alta velocidad hasta llegar a un edificio con aspecto de seccional policial.
Lo bajaron del móvil sin ningún cuidado. Entraron al edificio y lo ubicaron en una celda.
Pensó que se estaba volviendo loco. Eso no podía estar pasando. Transcurrieron unos instantes, se abrió la puerta del calabozo e ingresó un individuo que se identificó como médico.
Le pidió que le mostrara las manos. Las examinó minuciosamente. Expresó ¡Otro más!, ¡Esto ya es una epidemia!.
Vicente lo miró sin entender. Se animó a preguntar ¿Que sucede doctor?
El médico con severidad expuso que sus manos blancas, inmaculadas eran el síntoma indudable de una grave enfermedad contagiosa.
Ordenó que fuera alojado con los otros y que por la tarde se le practicaran los estudios.
Allí se dio cuenta que tanto el médico, como los policías, los administrativos, todos, tenían las manos pintadas de múltiples colores.
Volvió a ser esposado y en el mismo móvil lo llevaron a un centro asistencial.
Allí lo depositaron en una habitación acolchada donde ya se encontraban otras tres personas.
Todas tenían las manos blancas, inmaculadas.
Le preguntó a uno de sus compañeros de cautiverio que sucedía, porqué sus captores tenían las manos pintadas.
Su ocasional interlocutor le explicó que no era pintura. Que la piel de las manos de los zapamenses era así, multicolor.
Era el rasgo distintivo de los habitantes de la República de Zapama, el lugar en donde se encontraba.
Su compañero de charla agregó que los individuos con las manos blancas eran considerados peligrosos en Zapama. Se temía que portaran una peligrosa enfermedad contagiosa y por eso se los aislaba, los sometían a una serie de estudios y finalmente los ejecutaban y cremaban los restos para evitar todo riesgo.
-¡No gritó Vicente!, yo iba a boludear, digo a trabajar, como todos los días. A cumplir con mi trascendente misión vital y me encuentro con este desatino, con esta locura impropia de mi investidura.
Uno de los sujetos que compartía el recinto y que aparentemente conocía a Vicente fuera de sí le dice, ¡Acabala Cabrón! ¡No te vas a callar ni aún en medio de esta pesadilla! ¡Córtala o seremos boleta antes de tiempo!
¡Bueno dice Vicente. Por si alguien me escucha, quiero dejar sentado mi más formal y firme protesta por este trato vejatorio. En Zapama o donde sea, yo Soy el Dr. Vicente Primo, Presidente de la Cámara Tercera de Ciudad Linda, del Rotary Club, Del Club de Leones - a pesar de la incompatibilidad - del club de golf, de la...¡Basta!
¡Acabala! o te ejecuto yo antes que los zapamenses, gritó enfurecido el compañero de alojamiento que conocía a Vicente.
La amenaza debió ser elocuente pues a partir de ella Vicente cerró su boca. Silencio. Cada uno a un rincón.
Se abre la puerta del recinto, lo colocan en fila y comienzan a realizarle los estudios.
No más que un chequeo de rutina.
¡Ahora nos ejecutan! ¡Ahora nos ejecutan!, gritaba Vicente. Le colocaron un chaleco de fuerza y como a los demás fue atado a un pilar de, madera. Vicente no pudo contenerse. El miedo lo superó.
Delante de los prisioneros cuatro soldados con impecables uniformes y de manos multicolores apuntaban sus armas en dirección a la víctima que le había sido asignada.
Escuchó que alguien gritaba ¡Preparados! ¡Listos! ¡Fuego!
El ruido de los disparos lo despertó.
Bañado en sudor, sabana y almohadas mojadas. Respiró profundamente.
Sólo había sido un mal sueño.
Recuperado, cumplió su rutina diaria, abrió la puerta de su casa y con una sonrisa se dirigió a boludear, digo a trabajar al lugar de costumbre.
Saludó eufórico a sus esclavos.
Al querer entrar a su despacho encuentra dificultades para abrir la puerta.
Insiste, esta se abre desde el interior y una mano multicolor alcanza a tocar su cara.
Cayó pesadamente. Los pintores que trabajaban en la oficina de Vicente intentaron reanimarlo. Reaccionaba levemente cuando pudo ver que la mano multicolor se acercaba a su cuello.
Demasiado para Vicente. No lo resistió y el infarto de miocardio, terminante, fatal, fue causa de la muerte del Dr. Vicente Primo, conforme certificado defunción extendido en legal forma.